Comediantes. Un relato de caminos y gentes.

 

Los lomos de de los campesinos se ofrecían al sol, aún fuerte, del final del verano. La cabeza hacia la rubia mies que sus  hoces arrebataban a la tierra. El movimiento ligera-mente pendular de sus cuerpos acompasaba el meneo de los brazos a la par que sus pies se adelantaban uno al otro recorriendo la distancia de un paso para que la hoja de hiero alcanzase otro manojo. Al sordo sonido de las suelas al hollar los terrones sueltos de la tierra y al débil quejido de  la paja  al ser cercenada, en una mañana tan quieta de viento como aquella, vinieron a sumarse otros ruidos más inusuales. Los cuerpos de los labradores se irguieron con un crujir de  sus quebradas cervices y un gesto de la mano retiró el sombrero de paja de la cabeza, dejando al descubierto el blanco pañuelo anuda-do a la barbilla que enmarcaba, con fuerte  resalte, la bruna tez. Y  al tiempo que una de sus manos sostenía los doloridos riñones, la otra se ajustaba a su frente en visera, para protegerse de la reverberación solar y vislumbrar así, el motivo de su curiosidad.

A pocas varas, un camino de tierra se deslizaba entre los cultivos. Y sobre él, el romo hierro que protegía la rodadura de las ruedas de carreta, levantaba polvo y guijarros que se desparramaban, apartando de su ruta a una docena de ovejas de balido protestón. El sonido gruñón de la madera de la destartalada galera, se veía contestado por el tintineo de los cascabeles que adornaban el arnés de la bestia flaca que tiraba de la carga  y por las voces y canturreos que sus alegres viajeros entonaban para celebrar el llegar a su destino, aun con polvo hasta en las entrañas.

La caravana de comediantes avanzaba, parsimoniosa y renqueante sobre la seca calzada, atacando el repecho que culminaba la última etapa de su periplo por tierras de Sepúlve-da. Una cuesta que hacia agotar a las caballerías, tensando sus músculos y las cincha que las unían al carromato, crujían lastimeramente, suplicando descanso.

Casilda formaba parte de la sarnacha de actores, junto a un muchacho gentil y dispuesto a quien trataba y quería como un hermano pequeño,  y al resto de miembros varones de la compañía itinerante, alcanzando  el grupo su total de ocho miembros.

Ya no faltaba mucho para alcanzar la Villa de Pedraza, donde se dirigían para actuar .La imponente estampa  del recinto, abrazado por murallas y coronado de calcáreas torres , se  distinguía ya al final del camino, iluminada por el sol, como se imaginaba  ilumina-do el recinto de Camelot en las antiguas  novelas de caballería. Y a fe que se apreciaba en su belleza, como una gran recompensa al duro viaje realizado.

Casilda bajó del pescante de un salto, para asir al asno del bocado, como ayudándole a
realizar su trabajo. Su largo pelo negro azabache, se desparramaba sobre las mangas blancas de la camisola, que asomaban del corpiño, blanquecino por el polvo. Animada, saludaba a los labriegos con un amplio movimiento de su brazo levantado por encima de la cabeza, siendo respondido su alegre saludo por un abaniqueo de  sombreros.

Antes de entrar en la ciudad,  se apartó el grupo del camino, discurrieron por una vereda entre enebros y carrascas, hasta llegar a un riachuelo, que luego supieron que era el de San Miguel, donde apearon a los mulos de sus carros, dejando que refrescasen sus ho-cicos en el agua, haciendo ellos lo propio con sus cuerpos. Mudaron sus jubones por las prendas de actuar, para hacer así una más digna y llamativa entrada en la Villa.

Y tras este reposo y retomando el camino, entraron en la ciudadela por la puerta que lla-maban de la Villa, haciendo sonar dulzainas y panderetas, para regocijo y alborozo de los pobladores. Repartían octavillas con el programa a representar y grupos de zagales corrían enfebrecidos por las callejuelas difundiendo a gritos la noticia de la llegada de los cómicos de tal presteza , que al poco, no había lugareño que la desconociera

¡ Que mal vistos estamos, pero que bienvenidos somos! Se decía para si Casilda.

Por todo el Reino se festejaba la entonación del Rey Piadoso Don Felipe  el tercero, y no había pueblo o villa, grande o pequeña , que no le hiciera honores con misas, toros o comedias. Era una ocasión muy de aprovechar  y las compañías de actores se repartían el trabajo, yendo de pueblo en pueblo con su repertorio, contratados por los señores de las Villas o los Concejos.

Les aposentaron en un cobertizo cerca de la plaza del mercado, la principal,  que a la tarde del día siguiente se convertiría en corral de comedias, ya que hoy era día útil en la vida de vendedores y clientes que hacían sus labores de cambalache en esa plaza,  bazar multicolor , jardín de aromas y lienzo de colores de los productos de la tierra, o de los talleres de los artesanos. Toda la riqueza de la comarca se exponía en los tenderetes entoldados. Y mientras unos de sus compañeros atendían a los pertrechos y los otros presentaban sus respetos al Señor de Velasco, a cuyo señorío pertenecía Pedraza, Casilda, acompañada por el muchacho, se adentró en la babel del mercado, deleitando-se con lo mucho y bueno que allí se encontraba y gozándose en los requiebros que caba-lleros y villanos le prodigaban, pues era muchacha esbelta y con donaire, agraciada y casi guapa, a quien las muchas leguas y las no menos tablas, le habían  dado picardía para atraer miradas y temple y destreza para frenar, sin ofender, a los más osados.

Hacia el final de la hora nona, ya la plaza se encontraba desierta, exhausta tras una jor.
nada de intensa actividad y los parroquianos se retiraban a sus lares. Cuando las som-bras de la noche comenzaban a ocultar las formas y los pecados, grupos de hombres se
congregaban en la taberna, donde los comerciantes manirrotos, consumían parte de las ganancias obtenidas en vino y aguardiente. Un grupo de imberbes se arremolinaban en
una de las toscas mesas de madera oscurecida por el tiempo y los líquidos y grasas en ella vertidos. Un recién llegado del Perú, de altanera compostura,  relataba a los mucha-
chos sus aventuras en ultramar, donde había estado al servicio del Virrey, según decía, pero que su mala cabeza y las malas compañías, habían hecho que volviera a la Patria con más palos que plata. Pero sus venturas, e incluso las desventuras no hacían sino estimular las ganas de liar el hatillo de aquellos siervos de la tierra, que se veían, en la
confusión que el vino provoca, cruzando los mares tras la fortuna, decorando sus  toca-dos de gentilhombre con plumas de ave del paraíso y volviendo, con la cabeza aún sobre los hombros y convertidos en ricos hacendados.

El resto de la parroquia del local lo formaban, campesinos de sayos deshilachados, hi-dalgos orgullosos y veteranos de los Tercios que presumían de sus cicatrices, amén de artesanos y gentes de todo los oficios, hermanados en los vapores del alcohol.

Casilda y los demás miembros de la sarnacha se estaban vistiendo y preparando para la
función que ya pronto daría comienzo. Durante la mañana, una cuadrilla de carpinteros
habían construido el tablado que les serviría de escenario, con el poco atrezo que las condiciones permitían, dispuesto en un extremo de la plaza del mercado. Frente a él, en lugar principal se levantaron tribunas con sillas de tijera para los  señores de la Villa, el representante real, los miembros del Concejo y las autoridades de la iglesia que hacían de censores, no perdiendo detalle de la actuación con su mirada huraña y el ceño fruncido.

En las primeras filas se veían damas y caballeros, luciendo sus mejores galas. Ellos susurrantes y galantes, ellas pícaras encantadas. Y después un vociferante y jubiloso pueblo llano., que reclamaba ansioso el comienzo del drama, con ruido de patadas y soeces sornas. Cuando el Señor de la Villa tomó asiento, haciendo bufar las acuchilladas greguescas de sus calzas, diose el placet para que la representación comenzara.

Salieron todos los actores a escena. Casilda de la mano del muchacho que representaba, de tal guisa vestido, a una primera dama. Todos ellos hicieron reverencia de respeto y pasaron a anunciar el programa. Primero un sentido Auto Sacramental, para obtener la
Benevolencia de los representantes de la Fe cristiana que veía en ellos poco menos que a Satanás y toda su corte luciferina, Un entremés  y el plato fuerte, na celebrada come-dia, de amores, celos , risas y llantos del maestro Don Lope.

Los versos iban desgranándose en las distintas jornadas, con gran regocijo de los asis-tentes, que reían las chanzas, se mostraban piadosos con las historias de santos y santas, se enternecían las damas con los pasajes de amor y  así, todos participaban de la trama.  En el inicio de segunda jornada un gran alboroto, hizo interrumpir la representación. Dos petimetres caballeros que se disputaban la compañía de una doncella, habían pa-sado  de las bravuconerías a los votos y amenazas y cuando ya las traperas se escapaban de sus vainas, aparecieron los alguaciles dejando el asunto en agua de borrajas.

La función concluyó, con gran éxito y alabanzas. Las monedas que el publico arrojaba
al escenario se recogían en la falda de Casilda, mientras los demás actores inclinándose una y otra vez, al respetable saludaban. Y  la compañía volvió al camino pues otros pue-blos, otras gentes deseosas de evasión de su vida diaria, les esperaban,

En lo alto del pescante Casilda reflexionaba. Que cristiano puede escoger esta vida que
el camino los riñones desloma y tan poco las carnes engorda. Quizás sea porque lo que llena es el alma.

® Tito del Muro (2013)

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